A mis veintisiete años no puedo dormirme cada noche en la cama sin tener al menos la sensación de cansancio por aprovechamiento suficiente del tiempo de manera hedonista, práctica, material, o sentimental suficiente. Por esto es que miro a cada persona a los ojos cuando digo lo que siento. Por esto es que soy incapaz de mentir.
Levanté la cabeza para observar un grupo, todavía no lo suficientemente grande, de yonkis, esperando el susodicho taxi de la droga, junto a la glorieta de embajadores. El taxi de la droga por regla general es un ford escort o una kangoo vieja, matrícula de las antiguas, con una de las puertas de la carrocería de diferente color al resto del coche, y con un conductor apoyado en la puerta fumando, mirando calle abajo, calle arriba, sus potenciales clientes. El día no había sido lo suficientemente malo, como para aventurarse en una excursión así, así que mis pasos se encaminaron hacia la casa encendida, a apenas unos metros de allí.
Nunca comprendí, la forma, ni el propósito, ni el lugar de aquel edificio. Es más, tuve que visitarlo no menos de dos veces para saber cómo llegar a la azotea. Aquella azotea era un lugar tranquilo. El aire dejaba respirar los pasos que me habían traído hacia la madera que ahora sustentaba mis pies, unos metros más altos sobre el suelo de Madrid.
La vista del sur madrileño exhalaba un curioso panorama de tristeza. De la tristeza de aquel que mira cada azotea de cada edificio, como el que descubre en cada detalle difícil de observar, un guiño a la curiosidad bien concebida. El desorden ordenado de chimeneas, aparatos de aire acondicionado, azoteas nuevas peleadas con las viejas, patios interiores que buscan una salida desesperada hacia la luz… Y las personas que caminan, y que suenan, todas juntas como con un sonido leve, desordenado pero continuo. Algo se mueve, algo les mueve. Algo funciona en todo lo que les lleva, a un ritmo acompasado. Algo hace que cada uno llegue a su destino, para inmediatamente ser sustituido por otra persona, con otro destino, y otro ruido diferente.
Y desde allí arriba me imaginé saliendo del edificio, e imbuyéndome en la marabunta. Con mi ruido, con mi destino. Y me sentí tan pequeño, tan insignificante, tan sustituible, que decidí que por lo menos, mi ruido y mi destino, iban a ser lo suficientemente grandes como para que si alguien que me conozca bien, se asomara a la azotea y me viera, me reconozca entre un millón de personas.
Desde tan lejos... nunca pensé que razonaba como el resto de la gente. Desde tan lejos, nunca imaginé que pudiera acercarme tanto al presente.
jueves, enero 18, 2007
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1 comentario:
cUASI veiNTiOcHo, pero muy bien llevados.
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