Adentrarse es dejarse tragar por la altura de su espacio. Es como recogerse en un espacio que disimulado desde fuera. Toda sobriedad, toda la pesadez del exterior, y toda la lluvia empapando sus muros se desvanece, cuando su altura, su liviandad, se abren paso a mis ojos. No soy capaz de abarcar con mi mirada, doy varias vueltas sobre mí mismo, sintiendo el frío de la ropa mojada. Un leve mareo me acosa, porque no doy abasto a recoger todos los detalles con mis ojos. Necesito que me expliquen cada detalle, necesito que me respondan al porqué de toda esta inmensidad en pleno suburbio. Me siento en un banco, para concentrar cada una de las grandezas de las bóvedas, de la esbeltez de los pilares, de su altar central. Todo armoniza, como si un guionista de cine se inventara una iglesia imposible. Pero está ahí, real como la vida misma. Intento salir, levantarme del banco, pero no puedo. Se me han venido encima las paredes, la austeridad, la simplicidad, la altura.
Al final alguien me empuja, y vuelvo al mundo real. ¿Dónde estaba? ¿Qué me pasaba?
Al salir de la iglesia, escucho cómo alguien lee en voz alta un letrero: “Iglesia de Santa María del Mar”
La lluvia aumenta de intensidad, comienzo a correr en busca del metro, que se vuelve el único refugio en el que seguir pensando, cabizbajo, sorprendido. Un ansia de conocer se concentra detrás de mi frente como si de un peso muerto se tratara. Debo volver, debo volver, debo escuchar, debo saber...

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