La plaza central hervía vida. Los argentinos del norte no tienen mucho que ver con los “conchetos” bonaerenses. Las caras andinas predominan, al frío se nota por las noches, y los puestos de mercadillo, cientos y cientos llenan sus calles. Caminar por las calles se hace difícil por las aceras estrechas. Los “árboles” (cambistas callejeros) se ofrecen a cambiar dólares y euros en cada esquina de banco, a un precio considerablemente más barato que en el propio banco. Es domingo, los bancos están cerrados y nuestros cálculos nos hacen temer que no tengamos pesos suficientes para pagar la cama.
Valor, y al toro. Escogemos al cambista con la cara menos delictiva posible, y cambiamos nuestros euros europeos, tan coloridos, tan brillantes, tan nuevos, tan capitalistas, por un fajo de pesos, gastados, sucios, dibujados y descoloridos. Tengo la sensación de tener en las manos cierto peso agónico, me acuerdo del corralito, y me jode sentirme seguro por tener una determinada nacionalidad. Los cuento una y otra vez, casi sin creerme que no me haya engañado.
La catedral de salta es blanca y violeta. Me impone la majestuosidad vestida de color. Es sólida, brusca, contenida. Al otro lado de la plaza la globalización, y el turismo han transformado un viejo café, en una especie de “starbucks” a lo lugareño. La única diferencia, es que hay más camareros que clientes. El patrón lo tiene fácil. Si se quiere tener trabajo, hay que servir, y si quieres ganar dinero, vivirás sólo de las propinas de los clientes.
A la mañana siguiente, y con la única ayuda de los apuntes de un recorrido en una libreta, y un chevrolet corsa alquilado, nos dirigimos a realzar la ruta por los valles calchaquíes. Si en el avión no nos indicaron mal, nos esperaban el desierto, la montaña, unos cuantos miles de cactus y paisajes extraordinarios…
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